Los Mapuches

Los mapuches constituyen un pueblo derivado de los Araucanos. Alrededor de 500 años d. C. se establecieron en la zona de los lagos precordilleranos del valle central de Chile los grupos considerados como antecesores de los mapuches. Dichas poblaciones se extendieron por el sur hasta el río Maullín en Chile y posiblemente hacia el oeste, ocupando el norte y centro de la actual provincia de Neuquén. Cuando llegaron los españoles, el pueblo mapuche ("gente de la tierra"), habitaba en la región ubicada entre los ríos Itata y Toltén. Compartían con los Picunche ("gente del norte") y los Huiliche ("gente del sur") una misma lengua, que se extendió desde el río Choapa, hasta Chiloé, al sur.

Ubicación geográfica

Los mapuches comenzaron a entrar en el territorio argentino empujados por la persecución española y atraídos por el ganado salvaje a partir del siglo XVII. Progresivamente fueron ocupando la zona comprendida por las provincias de San Luis, sur de Córdoba, La Pampa, Neuquén y Buenos Aires, hasta que la avanzada militar de finales del siglo XIX, los llevó a instalarse al sur del río Limay.

Este ingreso masivo de los mapuche en las provincias del sur argentino significó un cambio considerable en ambas culturas, no sólo de la cultura mapuche, sino también de la cultura sureña argentina. Este largo proceso de mestizaje e intercambio cultural dio por resultado la actual población paisana de las provincias de Neuquén, Río Negro y Chubut.

Economía

A causa de los ambientes en que se desenvolvió la cultura mapuche en Chile, se permitió un desarrollo de una agricultura en pequeña escala con cultivos de maíz, papa, quinoa, calabaza, habas y ají, entre otros. La recolección de plantas silvestres, la caza y la cría de llamas y animales menores en el norte, y la pesca y recolección de mariscos en la costa, completaban los recursos alimenticios.

El traslado a la Argentina no cambio sus costumbres en este aspecto porque continuaron con sus cultivos así como también sus manufacturas tradicionales. Emplearon la madera para la confección de elementos de uso cotidiano. Se destacaron como orfebres y en la talabartería y en los tejidos. estas actividades, junto con el tráfico de ganado fueron la base de su subsistencia. La desaparición de los animales sueltos y la expansión de la frontera blanca, obligaron a los indígenas a apropiarse por la fuerza del ganado de las estancias, convirtiendo estos "malones" en su principal fuente de recursos.

Cultura

Toda la vida mapuche transcurría alrededor de la familia. Varias de ellas, se reunían en linajes vinculados por los varones emparentados. Se asentaban en una misma región, disponiendo de un territorio para la agricultura, la recolección y el pastoreo.

Muchas veces el territorio resultaba pequeño para tantas familias, por eso los varones migraban con sus familias dando origen a nuevos linajes. Con el tiempo se iban perdiendo los vínculos de sangre con el linaje original. Sin embargo el recuerdo de un antepasado común seguía uniéndolos, pero ya no se trataba de un antepasado real sino de uno mítico: podía ser un animal (Nahuel: tigre, Filu: serpiente, Ñancu: aguilucho) o algún elemento de la naturaleza (Antu: sol, Curá: piedra) que daba su nombre a los linajes emparentados.

Familia

El varón más anciano era considerado jefe (Toki) y era el encargado de la redistribución de las riquezas durante los festejos ceremoniales y sólo en época de guerra tenía el poder de mando. Ésto fue cambiando con el pasar de los años porque la guerra con el blanco y los frecuentes malones hicieron que el poder del Toki se acrecentara hasta hacerse permanente. En el siglo XIX se llegaron a constituir los llamados "Grandes Cacicatos", cuyo dominio se extendía sobre enormes territorios que con el apoyo de caciques menores y capitanejos.

Antiguamente la poligamia estaba permitida pero en la medida en que las condiciones económicas del novio fueran buenas porque debía "comprar" a la novia. Los matrimonios debían realizarse entre personas de distintos linajes y, una vez unidos, debían instalarse en el territorio del linaje del hombre.

La mujer ocupa una posición subalterna dentro de la pareja pero goza de cierta independencia económica disponiendo de su chacra y de sus animales que sólo ela puede vender. Es dueña también de sus tejidos y cerámicas. Todo esto se suma a la diaria tarea del hogar y la crianza de los niños.

Religión

Los mapuches, como los araucanos en general, rinden culto a un dios superior llamado Nguenechén, secundado por dioses menores que dominaban las fuerzas de la naturaleza como sirventes dóciles del ser superior.

El ceremonial de mayor significación es el Nguillatún, rogativa que aún se sigue realizando en los primeros meses del año. Está destinado a solicitar a Nguenechén su misericordia e intervención para lograr buenas cosechas, salud para todos los que intervienen, abundancia de agua todo el año, protección para el ganado y prosperidad en general. Dado que no existen templos o construcciones ceremoniales, la rogativa se hace em una milla leufun o "pampa de oro", cercana al curso del agua.

La rogativa comienza con el awin, que consiste en cuatro recorridas por el rehue (hecho con dos cañas verticales atravesadas por otra de las que cuelgan ramas de maitén) y del llaguil, que se hacen profiriendo gritos. Este procedimiento puede estar relacionado con la intención de ahuyentar espíritus malignos. Luego las mujeres entonan canciones ceremoniales llamadas tayil, al compás del cultrum (pequeño tambor ejecutado por la machi).

Después se inicia la danza ejecutada por cuatro aborígenes que imitan a los avestruces, pintándose el cuerpo y usando un tocado hecho con plumas de esas aves. Esta prolongada danza se llama choique purrún. Después del ceremonial se vuelve a formar el awin hasta el final del día. Esta secuencia dura tres días, en el cual, el último de ellos el nguillatufe- jefe del ceremonial- realiza un sacrificio ritual de un animal. Por último todos los hombres y mujeres ejecutan una danza en la que forman dos círculos concéntricos (en el interior las mujeres y en el exterior los hombres), alrededor del rewe, girando en sentidos opuestos.

La batalla de Tucumán

La tarde del 25 de Mayo, Belgrano hace jurar la bandera en Jujuy, pero la Junta (Rivadavia) le reprocha “…la reparación de tamaño desorden (la jura de la Bandera) …” (ya se lo habían reprochado en Rosario).

El ejercito de Belgrano ante el avance de los Españoles, inicia el éxodo del pueblo Jujeño hacia Tucumán, donde decide resistir apoyado por el entusiasmo de la gente ”Sin mas armas que unas lanzas improvisadas, sin uniforme, ni otra montura que la silla y los guardamontes. No tenían disciplina ni tiempo de aprender al voces de mando, pero les sobraba entusiasmo...”

Rivadavia lo increpa para que se retire a Córdoba pero Belgrano escribe “ Algo es preciso aventurar y ésta es la ocasión de hacerlo; voy a presentar batalla fuera del pueblo y en caso desagraciado me encerraré en la plaza hasta concluir con honor …..” .

Todavía el 29 insistía Rivadavia en la Retirada: “ Así lo ordena y manda este Gobierno por última vez…..la falta de cumplimiento de ella le deberá a V.S. los mas graves cargos de responsabilidad” (Extraído de Historia Argentina de JM Rosa)

Finalmente hace frente y derrota a los realistas que deberán retirarse con grandes perdidas de hombres y equipos militares. ( ¡que patriota Rivadavia !...menos mal que teníamos algunos patriotas “desobedientes”)

La batalla de Tucumán - 24 de septiembre de 1812

Durante su marcha a Tucumán ha recibido Belgrano una nueva y perentoria orden del Triunvirato para que se retire sobre Córdoba definitivamente, dejando en consecuencia libradas a su propia suerte las provincias del noroeste. Pero el general contesta que está decidido a presentar batalla porque lo estima indispensable. Por eso mismo, se encarga de incitar al pueblo tucumano para obtener su apoyo. Lo consigue, y para ello cuenta con la ayuda de algunas viejas familias patricias. Los poderosos Aráoz, virtuales dueños de la ciudad, vinculados a su ejército por dos de sus familiares Díaz Vélez, cuya madre es Aráoz, y el joven teniente Gregorio Aráoz de La Madrid, volcarán todo su prestigio y ascendiente en la causa patriota.

Antes de su arribo, Belgrano ha ordenado desde Encrucijada a Juan Ramón Balcarce que se adelante a Tucumán para conseguir refuerzos y convocar a las milicias para reclutar un cuerpo de caballería; éste se halla en pleno entrenamiento cuando llega Belgrano con el grueso del ejército. Sin más armas que unas lanzas improvisadas, sin uniformes y con los guardamontes que habrían de hacerse famosos, Balcarce consigue organizar una fuerza de cuatrocientos hombres, punto de partida de la famosa caballería gaucha que hará su aparición por vez primera en una batalla campal, en Tucumán.

El gobierno insiste, en sus oficios a Belgrano, en que éste debe retirarse hasta Córdoba. Belgrano quiso cumplir con el gobierno y ordenó la retirada del ejército al sur. Pero no pudo hacerlo mucho tiempo: no consiguió resistirse a los tucumanos que le pidieron defendiera su ciudad. Así, entre el 13 y el 24 de Septiembre, Belgrano se multiplica para organizar la defensa. Con el ejército de Tristán a la vista, escribe el 24: “Algo es preciso aventurar y ésta es la ocasión de hacerlo; voy a presentar batalla fuera del pueblo y en caso desgraciado me encerraré en la plaza hasta concluir con honor.”.

El día anterior el ejército ha salido de la ciudad a la que regresa por la noche. Pero a la madrugada del 24 inicia los movimientos para ocupar la posici6n de la víspera. El encuentro no tarda en producirse en un paraje llamado “Campo de las Carreras” (conocido también como Campo de la Tablada o La Ciudadela, actual Plaza Belgrano). Los patriotas atacan casi de sorpresa, pero Tristán alcanza a desmontar su artillería y formar su línea de combate.

La carga de caballería gaucha, a los gritos y haciendo sonar sus guardamontes, desconcierta y quiebra la izquierda de los realistas, mientras en el otro flanco - donde está Belgrano - los patriotas son arrollados.

La lucha se desarrolla en medio de un tremendo desorden, aumentado por la oscuridad provocada por una inmensa manga de langostas y la caballería de ambos ejércitos combate en entreveros furiosos. Díaz Vélez y Dorrego encuentran abandonado el parque de Tristán con treinta y nueve carretas cargadas de armas y municiones, y junto con los prisioneros que toman y los cañones que pueden arrastrar, corren a encerrarse en la, ciudad. La confusión es tal que, cuando Belgrano intenta un movimiento, se cruza con el coronel Moldes, quien le pregunta:

- ¿Dónde va usted, mi general?

- A buscar la gente de la izquierda, Moldes.

- Pero estamos cortados, mi General.

- Entonces, vayamos en procura de la caballería.

Cuando Paz se encuentra con ellos, se halla Belgrano acompañado por Moldes, sus ayudantes y algunos pocos hombres más. Ni el general ni sus compañeros saben el éxito de la acción e ignoran si la plaza ha sido tomada por el enemigo o sí se conserva en manos de los patriotas. A la noticia de la aparición del general, empiezan a reunirse muchos de los innumerables dispersos de caballería que cubren el campo. A uno de los primeros en aparecer pregunta el general:

- ¿Qué hay? ¿Qué sabe usted de la plaza?

- Nosotros hemos vencido al enemigo que hemos tenido al frente.

Pocos momentos después, se presenta Balcarce con algunos oficiales y veinte hombres de tropa, gritando ¡Viva la Patria!, y manifestando la más grande alegría por la victoria conseguida. Se aproxima a felicitar al general Belgrano, quien a su vez le pregunta:

- Pero, ¿qué hay? ¿En qué se funda usted para proclamar la victoria?

- Nosotros hemos triunfado del enemigo que teníamos al frente, y juzgo que en todas partes habrá sucedido lo mismo: queda ese campo cubierto de cadáveres y despojos.

Hasta ese momento nada se sabe de la infantería, ni de la plaza. Al atardecer se entera Belgrano de la suerte corrida por el resto del ejército.

Mientras tanto, Tristán consigue reorganizar a los suyos. Se encuentra dueño del campo de batalla que ha sido abandonado por los patriotas, pero ha perdido el parque y la mayor parte de los cañones. Se dirige entonces a la ciudad e intima rendición a Díaz Vélez con la amenaza de incendiarla. Se le responde que, en tal caso, se degollarán los prisioneros, entre los cuales figuran cuatro coroneles. Durante toda la noche permanece Tristán junto a la ciudad, sin atreverse a cumplir su amenaza.

El 25 por la mañana encuentra que Belgrano, con alguna tropa, está a retaguardia. Su situación es comprometida. Belgrano le intima rendición “en nombre de la fraternidad americana”. Sin aceptarla y sin combatir, Tristán se retira lentamente esa misma noche por el camino de Salta, dejando 453 muertos, 687 prisioneros, 13 cañones, 358 fusiles y todo el parque, compuesto de 39 carretas con 70 cajas de municiones y 87 tiendas de campaña. Sus pérdidas de armas dejan al ejército patriota provisto para toda la campaña. Las bajas patrióticas, por otra parte, son escasas: 65 muertos y 187 heridos. Belgrano, esperando la rendición de Trsitán, no lo persigue y sólo encomienda a Díaz Vélez que "pique su retaguardia" con 600 hombres.

Durante la persecución, se entablan varios combates con resultados dispares. Zelaya realiza un ataque poco afortunado contra Jujuy. Diaz Vélez ocupa Salta momentáneamente. De todos modos, al regresar a Tucumán a fines de octubre, trae sesenta nuevos prisioneros y 80 rescatados al enemigo. Sus fuerzas se incorporan a la columna que marcha detrás de la procesión con que se honra a la Virgen de las Mercedes, que Belgrano nombra Generala del Ejército porque precisamente la victoria de Tucumán se ha verificado en el día de su advocación. El general en jefe se separa de su bastón de mando y lo coloca en los brazos de la imagen, en el transcurso de la solemne procesión que se realiza por las calles tucumanas.

Vicente Fidel López llama a Tucumán “la más criolla de cuantas batallas se han dado en territorio argentino”. Faltó prudencia, previsión, disciplina, orden y no se supieron aprovechar las ventajas; pero en cambio hubo coraje, arrogancia, viveza, generosidad... y se ganó.

El 24 de setiembre Belgrano salvó a la Patria en la batalla de Tucumán. La salvó no solamente porque el ejército español fue derrotado, sino –y principalmente– porque al llegar la noticia a Buenos Aires el pueblo se lanzó a la calle clamando contra el Triunvirato. Entonces los granaderos montados de San Martín, los artilleros de Pinto y los arribeños de Ocampo hicieron saber al gobierno que había cesado, y se convocaría una asamblea para votar la figura con que deben aparecer las Provincias Unidas en el gran teatro de las naciones. Ese fue el propósito de la revolución del 8 de octubre de 1812 y de la asamblea convocada para enero del 13.

La batalla de Maipú

¡Qué brutos son estos godos! - ¡Osorio es más torpe de lo que yo pensaba! ¡El triunfo de este día es nuestro. El sol por testigo!
Con estas palabras se dirige San Martín a sus ayudantes O´Brien y D´Albe aquella fría mañana del 5 de abril de 1818 mientras observaba el desplazamiento de las tropas realistas en los campos de Maipú.

17 días antes, el Ejército Patriota habría sufrido una impensada derrota en “Cancha Rayada”, que ponía en peligro, no sólo la libertad de Chile, sino el éxito de la campaña y la independencia de las Provincias Unidas.
Persuadido de esto, San Martín reagrupa sus dispersas fuerzas, contando como elemento principal a la Columna de Las Heras que había conseguido replegarse intacta amparada por la oscuridad.
El excelente nivel de instrucción alcanzado por sus tropas, unido a una férrea disciplina y espiritualmente convencidos de la causa Libertaria por la que luchaban, fueron los factores del éxito que permitieron al Gran Capitán, revertir la situación en tan poco tiempo y decidirlo a enfrentar a los españoles en Maipú.

En su arenga final a los Jefes, San Martín decía: “Esta batalla va a decidir la suerte de toda América, y es preferible una muerte honrosa en el campo del honor, a sufrirla por manos de nuestros verdugos”.
Enarbolando las banderas de Chile, la Rioplatense, una encarnada y al grito ¡Viva la Patria! se inician las acciones.
A las 5 de la tarde todo había terminado. San Martín dicta, de a caballo, un escueto parte de guerra que el cirujano Paroissien escribe con sus manos tintas en sangre: “Acabamos de ganar completamente la acción. Un pequeño resto huye; nuestra caballería lo persigue hasta concluirlo. ¡La patria es Libre!”.

Esta victoria, la más reñida de la guerra de la Independencia Sudamericana, costó a los Patriotas la pérdida de más de 1.000 hombres entre muertos y heridos. Más que por sus trofeos, Maipú fue la primera gran batalla americana, histórica y científicamente considerada por su impecable conducción militar.
Por su importancia trascendental sólo pueden equiparase a la batalla de Maipú, la de Boyacá, que fue su consecuencia inmediata, y la de Ayacucho que fue su consecuencia ulterior y final; pero sin Maipú no habrían tenido lugar Boyacá ni Ayacucho.

Vencidos los Patriotas en Maipú, Chile se hubiera perdido para la causa de la emancipación y con Chile, probablemente las Provincias Unidas, encerradas dentro de sus fronteras, anarquizadas interiormente y amenazadas por dos ejércitos vencedores por sus dos puntos más vulnerables, desde entonces inmunes.

Sin Chile, no se obtenía el dominio naval del Pacífico, la expedición al Bajo Perú se hubiera hecho imposible y Bolívar no hubiera podido converger hacia el Sur, aún triunfante en el Norte, y de hacerlo se hubiera encontrado con 30.000 hombres que le hicieran frente y el mar cerrado. Maipú quebró para siempre el nervio militar del Ejército Español en América y llevó el desánimo a todos los que sostenían la causa del rey desde México hasta Perú.
Tuvo, además, el singular mérito de ser ganada por un ejército derrotado e inferior en número a los quince días de su derrota, ejemplo singular en la historia militar.
Del lado español pueden sintetizarse sus consecuencias con estas expresiones: “El virrey Abascal dirá el 28 de agosto a su par de Nueva Granada que ‘la imaginación se resiste a convencerse cómo pudo suceder que un ejército completamente dispersado en un punto se rehiciese a los 15 días en otro, ochenta leguas distante, en disposición de batir a sus vencedores”.

“El general Morillos, que al frente de una expedición peninsular de 10.000 hombres había arribado a Venezuela, al conocer los detalles de la batalla del Maipú, pronunciaba palabras melancólicas que hacían presentir la derrota fatal: “el desgraciado suceso de las armas de SM cerca de Santiago de Chile, me llena del más amargo pesar. Yo entiendo que el ejército del rey victorioso en Lircay con 5.000 hombres sobre 10.000 enemigos, habría sido batido igualmente contando con 55.000, por las mismas tropas y los mismos jefes que lo han destruido en el llano del Maipú”.

Así, el plan de Campaña Continental, cuya intuición tuvo San Martín en 1814 en Tucumán, era finalmente comprendido en todas sus consecuencias por el enemigo, que al anuncio de su segunda etapa ya no se consideraba seguro ni en la tierra ni en los mares, y presentía su total derrota en toda la extensión de la América Meridional.

La batalla de San Lorenzo

El Combate de San Lorenzo tuvo lugar el 3 de febrero de 1813.
Montevideo estaba sitiado por el ejército de José Rondeau, de modo que los españoles tenían que hacer uso del mar para abastecerse. Frecuentemente una escuadrilla realista salía de Montevideo en dirección al Paraná, y sus hombres merodeaban las costas robando los ganados. Una expedición compuesta de once embarcaciones, que había salido de Montevideo con el propósito indicado, fue seguida paralelamente por tierra por el coronel de Granaderos a caballo José de San Martín, al frente de 125 hombres de su regimiento. Las fuerzas de San Martín se adelantaron, deteniéndose cerca de la posta de San Lorenzo, situada 26 kilómetros al norte del Rosario. En tal lugar existe el convento de San Carlos, en donde encerró San Martín a sus granaderos, de modo que la escuadrilla española no pudo observarlos, cuando los españoles desembarcaron, los granaderos sable en mano, los persiguieron obligándolos a huir despavoridos. Algunos se arrojaron al río desde la barranca y perecieron ahogados. En la persecución rodó el caballo de San Martín, que quedó apretándole una pierna. Un enemigo iba a clavarle la bayoneta, pero en el preciso instante se interpuso el sargento Juan Bautista Cabral, que salvó a San Martín y con él, como bien se ha dicho, la libertad de medio continente.

Fuerzas Enfrentadas

La Corona Española mantenía en Montevideo un apostadero Naval el cual era guarnecido con tropas de Marinería, Infantería y Artillería de Marina, las cuales participaron en la Reconquista de Buenos Aires en 1806 y en la defensa de la plaza en 1807.

El Reglamento de 1801 decretaba la creación de batallones voluntarios de infantería, caballería y artillería y en virtud del mismo existían algunos de dichos cuerpos. Luego de la primera invasión inglesa de 1806, varios nuevos cuerpos de voluntarios fueron formados con vecinos, los cuales recibieron instrucción militar en preparación para rechazar a los refuerzos que se sabía la corona inglesa enviaría para reforzar la expedición de Phopam.

Después de que los ingleses evacuaron Montevideo en 1807, todos los cuerpos voluntarios fueron fundidos en uno solo para defensa de la plaza denominado Voluntarios del Río de la Plata. Debido al alto porcentaje de población española, esta plaza permaneció fiel a la corona española durante los sucesos de 1810 y este cuerpo participó en la defensa de la plaza durante el sitio que comenzó en 1811.

Durante los inicios de la Guerra de Independencia Americana el ejército realista dependía en gran medida de los cuerpos voluntarios debido a que España misma estaba luchando su propia Guerra de Independencia contra el Primer Imperio Francés. Esto hacía imposible el envió de tropas y armamento a América salvo por los pocos refuerzos enviados desde Cádiz por el Depósito de Ultramar, los cuales fueron impulsados y en parte costeados por los comerciantes españoles que tenían interés que el comercio con América no se viera interrumpido.

Así llegan a Montevideo, entre 1811 y 1812, tres expediciones con un total de tan solo 293 hombres, luego de haberse perdido 475 en un naufragio en la tercera expedición. Por dicho motivo las acciones realistas en el Río de la Plata se limitaban a acciones de hostigamiento.

Las tropas españolas que formaban la fuerza de expedición en Enero de 1813 al mando del capitán Antonio Zabala estaba formada por elementos de infantería de marina y por Voluntarios de Infantería con asiento en Montevideo. No se conocen datos ciertos de la cantidad de efectivos que la integraban pero según los relatos se estima en aproximadamente 300 hombres.

Si bien cada cuerpo tenía su propio uniforme, todos los efectivos fueron vestidos de igual modo con uniformes de verano de brín blanco compuesto de chaleco de mangas largo blanco, hombreras blancas, vueltas y vivo encarnado. Si bien los relatos de época solo indican "divisa encarnada" suponemos que el cuello de los infantes de marina era encarnado, en cambio el de los voluntarios de infantería blanco por ser este el color del cuello de su uniforme.

El pantalón era de lienzo blanco, polainas blancas, por ser uniforme de verano, y zapato negro. El correaje era blanco y los morriones estaban cubiertos de paño de brin blanco. El oficial de artillería de marina que los comandaba vestía casaca corta azul con solapa, cuello, vueltas y botas color lacre, pantalón blanco ajustado y botas negras; morrión de pelo con chapa al frente con efigie de Fernando VII y la leyenda "viva el Rey". Es de suponer que tuviera botones dorados como usaban los cuerpos de marina, por lo cual las charreteras distintivas de su empleo debían ser también doradas.

Las fuerzas revolucionarias estaban formadas por 125 hombres del regimiento de Granaderos a Caballo y unos 58 hombres de Milicias de Santa Fe. Los Granaderos se presentaron con su uniforme de parada, que era una modificación del diseñado originalmente, consistente en frac (casaca) azul recta con cuello, faldones y botas azules con vivos carmesí y botón blanco. Las botas eran en punta truncada y en los faldones llevaban granadas amarillas.

El morrión era de cuero forrado de paño azul con bandas y cordones amarillos, penacho alto de lana verde y una Granada de metal Amarillo al frente. El pantalón era azul con refuerzo de cuero negro, botas altas y espuela de fierro en "s". En las lanzas portaban banderines amarillos y blancos por mitades. Los oficiales usaban sombrero elástico y las siguientes insignias: Coronel dos charreteras con pala negra con bordados de gorro frigio, sol y estrella de ocho puntas bordeada por un gallón entrelazado, siendo los bordados y los canelones del color del botón, en tanto los capitanes portaban tres galones estrechos en la bota del color del botón, los Tenientes dos galones y los Alféres uno.

En cuanto a las tropas de milicia no tenemos datos ciertos sobre la vestimenta con que se presentaron, pudiendo algunos ser con ropas de paisano, pero las milicias regladas de Santa Fe se uniformaban con chaquetas azules con divisa grana, centro blanco, botines negros y zapatos. Como cubrecabezas usaban gorras de suela negra con escarapela y penachos de lana blancos.

Desarrollo del Combate

El 3 de Febrero se presentó calmo y con cielo despejado. San Martín volvió a observar a la escuadrilla enemiga en donde se notaba intensa actividad por el movimiento de luces a bordo. San Martín recorrió el terreno donde presentaría combate con las primeras luces del día.

El terreno que separaba al monasterio del río era una planicie de 300 metros de largo sin obstáculos, perfecta para una carga de caballería.

En la costa una alta barrancas se elevaba desde el río desde el cual se accedía por medio de dos sendas, una frente al convento, llamada Bajada de los Padres, la cual era muy angosta, y ubicada al norte se hallaba la Bajada del Puerto donde la barranca era más baja y la pendiente menor, lo que hacía factible el avance de infantería.

San Martín ordena a su tropa a formar pie en tierra detrás del convento para ocultarse de la vista del enemigo y posiciona a los hombres de Escalada dentro del convento para cubrir la acción.

A las 5:30 de la mañana las fuerzas enemigas asomaron por la Bajada del Puerto formadas en columnas paralelas de compañías por mitades con dos piezas de artillería de a 4 al centro de la formación volcadas sobre vanguardia, sin patrullas de avanzada ni vanguardia que protegiera el avance de las columnas.

Viendo la formación con que avanzaba el enemigo, San Martín definió los movimientos de su ataque. La velocidad de la carga sería crucial para el desarrollo del combate porque imposibilitaría al enemigo a desarrollar una maniobras defensiva. San Martín observa el avance de las columnas esperando que avancen hasta una distancia en que su carga sea devastadora.

Bajó del campanario y ordenó montar a la tropa, tomando el mando del segundo escuadrón mientras que el primero estaría al mando del capitán Bermúdez a quien ordenó salir por el lado sur del convento y cargar sobre el flanco izquierdo del enemigo a la vez que el saldría por el extremo norte cargando al enemigo de frente.

Encontrándose con Bermúdez en el centro de las columnas enemigas impartiría las órdenes. Los escuadrones salieron al trote por ambos lados del edificio formando en línea de dos filas, la primera cargando con lanza y la segunda con sable.

Zabala se encontraba con sus 250 infantes a 300 metros del convento cuando lo sorprendió la visión de los granaderos emergiendo por el lado norte del convento. Apenas tuvo tiempo de ordenar que las cabezas de columnas de replegaran sobre las mitades de retaguardia cuando el toque de carga de los trompas del regimiento de granaderos atravesó el aire y el trepitar de los cascos de los caballos inundó el terreno. A la orden de "fuego" la primera descarga de fusilería y el disparo de los dos cañones abrió claros en la primera línea que atacaba cuando Zabala advirtió al escuadrón de Bustamante que lo cargab por el flanco izquierdo.

El Coronel San Martín encabezaba la carga cuando a pocos metros antes del choque, una segunda descarga realista impactó en la primera línea del escuadrón de San Martín la cual alcanzó a su Caballo y lo derribó quedando atrapada su pierna bajo el peso del cuerpo del animal muerto. Zabala al ver al oficial caído trató de avanzar a sus hombres para acabar con él con la intención de desbandar a su fuerza, pero la fuerza del choque se lo impide.

Igualmente algunos hombres llegan hasta el coronel caído e intentan darle muerte, el primero carga con su bayoneta sobre él y el granadero Baigorria lo alza con su lanza dejándolo sin vida, mientras el granadero Cabral echando pie a tierra liberó a su comandante quien tenía un corte en su mejilla. Cabral es herido de muerte, pero a costo de su propia vida salvó la de San Martín. En este entrevero el alférez Hipólito Bouchard capturó la bandera enemiga dando muerte al portaestandarte.

El primer escuadrón comandado por Bermúdez chocó contra el flanco enemigo unos instantes después de que lo hiciera el otro escuadrón ya que este tuvo que recorrer una distancia mayor, y la columna izquierda del enemigo no pudiendo resistirlo retrocedió con cierto desorden.

Zabala herido en el muslo por un lanzazo, buscó proteger un flanco con las barrancas, ordenó a su fuerza retroceder en esa dirección dejando abandonados los cañones y ordenó formar cuadro.

Bustamente al llegar al punto de encuentro ordenado por su superior encuentra a este herido por lo que toma el mando de la fuerza. Al ver retroceder a los realistas reagrupó a la tropa y ordenó otra carga la que se desarrollo al instante chocando sobre ellos antes de que pudieran terminar la maniobras de formar cuadro. Al ver la nueva carga, los buques españoles dispararon su artillería para cubrir a sus hombres. Bermúdez es alcanzado por un impacto en la pierna lo que lo pone fuera de combate mientras guiaba a sus hombres al choque.

La carga siguió su curso aunque sus comandantes estaban fuera de combate e impactó el mal formado cuadro español con tanta fuerza y vigor que estos se lanzaron en fuga en total desorden.

Los granaderos continuaron su persecución hasta el borde de la barranca por lo que algunos españoles, no pudiendo llegar a la Bajada, saltaron al río desde lo alto de las barrancas para poner a salvo su vida. En esta persecución cae prisionero el teniente Manuel Díaz Vélez al desbarrancarse su Caballo.

El combate se extendió por quince minutos, pero en los primeros tres San Martín había decidido la suerte de la jornada al aprovechar a la perfección las ventajas que Zabala le ofreció avanzando en columnas sobre una planicie sin obstáculos. San Martín solo tuvo que calcular el momento justo para lanzar su movimiento para no darle tiempo de reacción a su enemigo.

La victoria ya estaba yaciendo en los sables y lanzas de sus granaderos que habían sido templadas en las largas jornadas de entrenamiento.

La batalla de Chacabuco

Para poder alcanzar su objetivo final, que era lograr la independencia del Perú ocupando Lima, en acción coordinada con Bolívar, el general San Martín había previsto cruzar la cordillera de los Andes, en el mes de enero de 1817, y libertar a Chile. Las fuerzas principales que integraban el Ejercito de los Andes -que entonces dependía de las Provincias Unidas del Río de la Plata- lo hicieron divididas en dos columnas de efectivos. La más importante, por el llamado “camino de Los Patos”, a las órdenes del brigadier general Estanislao Soler. Por el mismo camino marcharon el Libertador y el brigadier O’Higgins. La columna menor, lo hizo por el “camino de Uspallata”, a las órdenes del general Juan Gregorio de Las Heras. Esa ruta fue utilizada también, dada su menor dificultad, por gran parte de la artillería y los abastecimientos, conducido por el capitán fray Luis Beltrán. Ambas columnas debían apoyarse mutuamente y reunirse en el valle del río Aconcagua, en la zona comprendida entre San Felipe y Santa Rosa de los Andes. La intención de San Martín era avanzar hacia la cuesta de Chacabuco, donde tenía previsto conducir una batalla de aniquilamiento. Con el fin de obligar al jefe español, Casimiro Marco del Pont, a dispersar sus fuerzas y engañarlo sobre la oportunidad y lugar de su esfuerzo principal, el Libertador había ordenado cuatro travesías secundarias con efectivos menores: dos al norte y otras dos al sur. A pesar de los múltiples problemas que supuso atravesar montañas de hasta 5.000 metros de altura, en un frente de 800 kilómetros de extensión y con recorridos que fluctuaban entre los 380 y 750 kilómetros, los diversos agrupamientos mencionados aparecieron casi simultáneamente sobre el territorio chileno entre los días 6 y 8 de febrero de 1817.La columna mayor del ejercito patriota ocupo San Felipe el día 8 de febrero, después de librar los combates de Achupallas el día 4 y de Las Coimas el día 7 de ese mes. Por su parte, el coronel Las Heras alcanzó Santa Rosa también el día 8, debiendo combatir durante su marcha con débiles fracciones españolas en Picheuta, Potrerillos y Guardia Vieja. Reunida así la masa de los efectivos, San Martín estimó la imposibilidad realista de oponérsele con fuerzas suficientes, aunque tenía la certeza que habría cierta resistencia en el área de la cuesta de Chacabuco, dada su importancia estratégica.

El 10 de febrero agrupó su ejército al pie de la cuesta y, después de realizados los reconocimientos en detalle, resolvió dar la batalla el día 12 a la madrugada, previa discusión del plan con sus jefes subordinados, el 11 al mediodía oportunidad en la cual impartió la orden de ataque. Por su parte, Marco del Pont dispuso la rápida reunión hacia las cercanías de Santiago de los efectivos de Rancagua, Curicó y Talca. En la tarde del 10 de febrero nombró al brigadier Rafael Maroto comandante de las tropas y, con órdenes poco precisas, le mandó marchar al lugar alcanzado por San Martín. El jefe español llegó a la hacienda de Chacabuco en la tarde del día 11, con algo más de 2.000 hombres. Se adelantó a reconocer la cuesta, decidiendo ocuparla en la mañana siguiente. Calculó a los efectivos de San Martín en unos 800 hombres y esperó el ataque dentro de las siguientes 48 horas, lo cual daría tiempo para la llegada de los refuerzos solicitados a Santiago. Al retirarse hacia la hacienda, en la noche del día 11, dejó en la cuesta una fracción de seguridad a órdenes del capitán Mijares.


San Martín apreció acertadamente que el enemigo se defendería en la cuesta de las alturas de Chacabuco, pero ignoraba que, según el plan de Maroto, ello se haría efectivo a partir del día 12. En la mañana del 11 de febrero había comprobado avanzadas enemigas entre la Quebrada de los Morteros y la Loma de los Bochinches, creyendo que se trataba de una parte del grueso realista. Como la posición era fácil de atacar por sus flancos, resolvió adelantar su ejército esa noche hasta Manantiales, para asaltarla al amanecer del día 12 de febrero.


Para ello formó dos divisiones. La primera, a ordenes de Soler, compuesta por los batallones No 1 y 11, las compañías de granaderos y volteadores de los batallones No 7 y 8, el escuadrón escolta, el 4º escuadrón de granaderos y 2 piezas de artillería. Estas fuerzas debían atacar por el oeste. La segunda, al mando de O’Higgins, formada por el resto de los batallones No 7 y 8, los tres escuadrones restantes de granaderos y 2 piezas de artillería, que realizarían la misma operación por el lado este. El total de estas tropas alcanzaba a unos 3.500 hombres, de los cuales 2.000 correspondían al mando de Soler.
Este primer plan se ejecutó a partir de las dos de la madrugada. Con las primeras luces se atacó a los efectivos de Mijares, los que se replegaron rápidamente hacia la masa del ejército real, siendo sorprendidos mientras avanzaban a la altura del cerro del Chingue.

En tal oportunidad se modificó el plan inicial patriota, pues Maroto había ocupado una posición defensiva en los cerros Guanaco, Quemado y Chingue al tomar conocimiento del repliegue de Mijares. San Martín consideró estas posiciones fácilmente rodeables, y como se trataba en su gran mayoría de fuerzas de infantería, resolvió conducir una batalla ofensiva con una acción frontal de aferramiento con la división O’Higgins y una maniobra envolvente con la división Soler, por el camino de la Cuesta Nueva, lo cual aseguraba caer por sorpresa sobre la retaguardia enemiga.


Al impartir las instrucciones a ambos jefes, encomendó a O’Higgins la misión de amenazar el frente realista sin comprometerse seriamente, con el fin de distraer la atención y dar tiempo a que la división Soler -cuyo trayecto era más largo- desembocase por el frente oeste de la posición. En ese momento ambos debían lanzarse al asalto, coordinando sus respectivas maniobras. No obstante las recomendaciones de no quebrar la simultaneidad de ambos ataques, O’Higgins ordenó proseguir el avance de su columna hasta alcanzar las distancias de tiro. Dado lo escabroso del terreno, recién al sobrepasar el cerro de los Halcones pudo desplegar en batalla, abriendo inmediatamente el fuego, el que fue intensamente contestado desde la posición realista. Al cabo de una hora, O’Higgins ordenó a sus tropas pasar al asalto, las que se lanzaron sobre el cerro Guanaco y el Quemado. Los escuadrones de granaderos fueron dirigidos por el estero de Las Margaritas contra el ala oeste enemiga. El intenso fuego y la acción decidida de la defensa española rechazaron este intento.


Desde lo alto de la cuesta, San Martín presenció el estéril esfuerzo, y temiendo que Maroto aprovechase la momentánea ventaja lograda para pasar a un contraataque, que podía significar la derrota de la primera división, ordenó a su ayudante Alvarez de Condarco que alcanzase a Soler y le instara a apresurar su avance. Luego, el Libertador cabalgó velozmente cuesta abajo para tomar la conducción personal de la primera división. Cuando llegó al morro de Las Tórtolas Cuyanas ya era tarde: O’Higgins había renovado su ataque y, por lo tanto, no era posible retroceder. Avanzando nuevamente por la quebrada de la Ñipa, pero ahora con la Caballería en el ala este, el prócer chileno se empeñó por segunda vez.

El peligro de un fracaso desapareció poco después, pues se hizo sentir la proximidad de Soler manifestada por una visible vacilación del ala oeste de la posición.


Soler había alcanzado, a la una y media del mediodía, la pendiente occidental del cerro del Chingue sin que sus defensores lo supiesen, pues trataban de contener nuevamente a O’Higgins. El ataque del batallón No 1, que marchaba a la cabeza, resultó una verdadera sorpresa para los realistas. Comprendieron que la caída del morro el Chingue significaría el derrumbe de toda resistencia, por lo que trataron de retenerlo tenazmente, no pudiendo evitar su derrota final.


Cuando San Martín llegó al campo de la lucha vio decidida la batalla: tomó la bandera de los Andes de manos de su portaestandarte y se colocó a la cabeza de los granaderos, lanzándose a la carga contra un ala de la posición. El escuadrón de Medina pasó audazmente por uno de los claros de la infantería española, alcanzando a sablear a los artilleros sobre sus mismas piezas. Al mismo tiempo, Zapiola hacía otro tanto, envolviendo el ala derecha en una impetuosa carga y los batallones No 7 y 8 se apoderaron del cerro Guanaco, haciendo replegar a sus defensores.


Después del combate hubo una corta persecución de la Caballería patriota hasta el Portezuelo de la colina. Los perseguidores regresaron a Chacabuco, sin advertir que al Sur del citado Portezuelo, y a escasa distancia del mismo, se encontraba el comandante Baranao con 180 húsares. Fue el único refuerzo que pudo ser dirigido a tiempo para recibir a los fugitivos de Chacabuco, pues el resto -alrededor de 1.600 hombres con 16 piezas de artillería, que Marco del Pont había logrado reunir en Santiago en la mañana del mismo día de la batalla- se hallaba imposibilitado de proseguir la marcha hacia el norte debido al cansancio físico de las tropas. Las pérdidas de los realistas ascendieron a 500 muertos, 600 prisioneros (incluyendo 32 oficiales), 2 piezas de artillería, un parque completo y 3 banderas. A los patriotas, este triunfo significo 12 muertos y 120 heridos. San Martín resumió de esta forma la victoria obtenida: “En 24 días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile.”

La batalla de Pavón

El 17 de septiembre de 1861 tuvo lugar la batalla de Pavón entre las fuerzas porteñas, comandadas por el general Bartolomé Mitre, y las tropas de la Confederación Argentina, al mando del general Justo José de Urquiza.

Chocan cerca de la estancia de Palacios, junto al arroyo Pavón en la provincia de Santa Fe,
Mitre representa la oligarquía porteña. Aquél es un militar de experiencia, éste ha sido derrotado hasta por los indios en Sierra Chica. El resultado no parece dudoso, y todos suponen que pasará como en Cepeda, en octubre de 1859, cuando el ejército federal derrotó a los libertadores.

Parece que va a ser así. La caballería de Mitre se desbanda. Ceden su izquierda y su derecha ante las cargas federales. Apenas si el centro mantiene una débil resistencia que no puede prolongarse, y Mitre como Aramburu en Curuzú Cuatiá, emprende la fuga. Hasta que le llega un parte famoso: “¡No dispare, general, que ha ganado!”. Y Mitre vuelve a recoger los laureles de su primera –y única– victoria militar.

¿Que ha pasado? Inexplicablemente Urquiza no ha querido coronar la victoria. Lentamente, al tranco de sus caballos para que nadie dude que la retirada es voluntaria, ha hecho retroceder a los invictos jinetes entrerrianos. Inútilmente los generales Virasoro y López Jordán, en partes que fechan “en el campo de la victoria” le demuestran el triunfo obtenido. Creen en una equivocación de Urquiza. ¡Si nunca ha habido triunfo más completo! Pero Urquiza sigue su retirada, se embarca en Rosario para Diamante, y ya no volverá de Entre Ríos.

¿Qué pasó en Pavón? Es un misterio no aclarado todavía. Se dice que intervino la masonería fallando el pleito en contra del pueblo, sin que Urquiza pagara las costas (las pagó el país), que un misterioso norteamericano de apellido Yatemon fue y vino entre uno y otro campamento la noche antes de la batalla concertando un arreglo, que Urquiza desconfiaba del presidente Santiago Derqui, que estaba cansado y prefirió arreglarse con Mitre, dejando a salvo su persona, su fortuna y su gobierno en Entre Ríos. Todo puede conjeturarse. Menos que lo que dirá en su parte de batalla: que abandonó la lucha “enfermo y disgustado al extremo por el encarnizado combate”.

Esta victoria fue decisiva por sus consecuencias institucionales definitivas para el porvenir de la Nación. A partir de ella, Mitre proyectó su influencia sobre todo el país (se convirtió en presidente a través de elecciones fraudulentas) y con él se hizo sentir el fuerte núcleo porteñista que constituía su base política.


LA MASACRE DEL PUEBLO

Derqui ingenuamente intentará la resistencia. El grueso del ejército federal está intacto y lo pone a las órdenes de Juan Saa, mientras espera el regreso de Urquiza. Lo cree enfermo y le escribe deseándole “un pronto restablecimiento para que vuelva cuanto antes o ponerse al frente de las tropas”. Pero Urquiza no vuelve, no quiere volver. A cuarenta días de la batalla, el 27 de octubre, el inocente Derqui todavía escribe al sensitivo guerrero interesándose por su salud y rogándole que “tome el mando”.

La trompetería oligárquica anuncia la gran victoria, aunque Mitre no puede mover a los suyos de la estancia de Palacios porque no tiene caballada. Sarmiento, desde Buenos Aires, le escribe el 20 de septiembre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos” (Archivo Mitre, tomo IX, pág. 363). Para Urquiza quiere medidas radicales “o Southampton o la horca”. En Southampton pasaba su ancianidad, pobre pero jamás amargado, Juan Manuel de Rosas.

Ni uno ni otro. Urquiza no será un prófugo. Quedará en Entre Ríos y no perderá ni el gobierno de esa provincia ni una sola de sus muchas vacas. Derqui, Pedenera, Saa, el Chacho Peñaloza, Virasoro, Juan Pablo López esperan que vuelva Urquiza de Entre Ríos y en una sola carga desbarate las atemorizadas tropas mitristas. Por toda la República, de Rosario al Norte, vibra el grito ¡Viva Urquiza! en desafío a los oligarcas: todos llevan al pecho la roja divisa federal con el dístico “Defendemos la ley federal jurada. Son traidores quienes la combaten”. Urquiza tiene trece provincias consigo y un partido que es todo, o casi todo, en la República. Se lo espera con impaciencia. Derqui suponiendo que es el obstáculo para el regreso del general, opta por eliminarse de la escena y en un buque inglés se va silenciosamente a Montevideo, renunciando la presidencia. Lo reemplaza Pedernera, que tiene toda la confianza de Urquiza. Pero Urquiza no viene.

Entonces las divisiones mitristas a las órdenes de Sandes, Iseas Irrazabal Flores, Paunero, Arredondo (todos jefes extranjeros) entran implacables en el interior o cumplir el consejo de Sarmiento. Hombre encontrado con la divisa federal es degollado; si no lo llevan es mandado a un cantón de fronteras a pelear con los indios. No importa que tenga hijos y mujer. Es gaucho, y debe ser eliminado del mapa político. Todo el país debe “civilizarse”.

Venancio Flores, antiguo presidente uruguayo, a las órdenes de los porteños, sorprende en Cañada de Gómez el 22 de noviembre al grueso del ejército federal que sigue esperando órdenes de Urquiza. Ahí están sin saber a quién obedecer, ni qué hacer. Flores pasa tranquilamente a degüello a la mayoría e incorpora a los otros a sus filas. Nuestras guerras civiles no se habían distinguido por su lenidad precisamente, pero ahora se colma la medida. Hasta Gelly y Obes, ministro de Guerra de Mitre, se estremece con la hecatombe: “El suceso de la Cañada de Gómez –informa– es uno de los hechos de armas que aterrorizan al vencedor... Este suceso es la segunda edición de Villamayor, corregida y aumentada”. (En Villamayor, Mitre había hecho fusilar al coronel Gerónimo Costa y sus compañeros por el solo delito de ser federales).

Esa limpieza de criollo que hace el ejército de la Libertad entre 1861 y 1862 es la página más negra de nuestra historia, no por desconocida menos real. Debe ponerse el país “a un mismo color” eliminando a los federales. Como los incorporados por Flores desertan en la primera ocasión, en adelante no habrá más incorporaciones: degüellos, nada más que degüellos. No los hace Mitre, que no se ensucia las manos con esas cosas; tampoco Paunero ni Arredondo. Serán Flores, Sandes, Irrazabal, todos extranjeros. Y los ejecutores materiales tampoco son criollos: se buscan mafiosos traídos de Sicilia: “En la matanza de la Cañada de Gómez –escribe José María Roxas y Patrón a Juan Manuel de Rosas-, los italianos hicieron despertar en lo otra vida a muchos que, cansados de los trabajos del día, dormían profundamente“ (A. Saldías: La evolución republicana, pág. 406).

Así avanza la ola criminal, estableciendo “El reinado de la libertad“, como dice La Nación Argentina, el diario de Mitre.

Sarmiento sigue con sus aplausos: “Los gauchos son bípedos implumes de tan infame condición, que nada se gana con tratarlos mejor”, dice el apóstol de la civilización. Los pobres criollos que caen en manos de los libertadores, sólo pueden exclamar ¡Viva Urquiza! al sentir el filo de la cuchilla. Algunos consiguen disparar al monte a hacer una vida de animales bravíos.

Seguirá la matanza en Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, mientras se oiga el ¡Viva Urquiza! en alguna pulpería o se vea la roja cinta de la infamia. Que viva Urquiza mientras mueren los federales. Y Urquiza vive tranquilo en su palacio San José de Entre Ríos, porque ha concertado con Mitre que se le deje su fortuna y su gobierno a condición de abandonar a los federales. Dentro de poco hará votar por Mitre en las elecciones de presidente.

“Pavón no es solo una “victoria militar –escribe Mitre o su ministro de Guerra– es sobre todo el triunfo de la civilización sobre los elementos de la barbarie”.

EL CHACHO PEÑALOZA

Fue entonces que se alzó la noble figura del general Ángel Vicente Peñaloza, llamado el “Chacho” por todos. Era brigadier de la Nación y jefe del III ejército nacional acantonado en Cuyo. Al ver que los libertadores proceden de esa manera, escribe a uno de ellos, el general Antonino Taboada, el 8 de febrero de 1862: “¿Por qué hacen una guerra a muerte entre hermanos con hermanos?”, contraria a la hidalguía de la raza. No hay objeto porque Urquiza ya no vuelve más y los federales han aceptado su derrota. Pero de allí a exterminarlos, va mucho “¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitaran tan pernicioso ejemplo?”.

La carta es tomada como una provocación, y Peñaloza queda despojado de su rango militar y declarado indigno de vestir el uniforme. Las tropelías siguen: degüellos, saqueos, raptos, violaciones. En Guaja, Sandes ordena quemar la casa del Chacho, después de saquearla.

Peñaloza se revuelve como un jaguar herido. No tiene tropas de línea, ni armas, ni jefes, pero su grito de guerra resuena por todos los contrafuertes andinos, y van a reunírseles cientos, miles, de paisanos que llegan con su caballo de monta y otro de tiro, agenciado quién sabe cómo. Con media tijera de esquilar fabrican una lanza acoplándola a una caña Tacuara. Y el “Chacho” empieza sus victoriosas marchas y contramarchas de La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis. La montonera crece y se hace imbatible. Poco pueden contra ella los ejércitos de línea formados por milicos enganchados o condenados a servir las armas: las cargas de los jinetes llanistas desbaratan a los ejércitos de la libertad.

Le ofrecen la paz, y el Chacho la acepta porque es un ingenuo. Cree en la sinceridad y buena fe de los libertadores. El no pelea para imponerse a nadie, sino para defender a los suyos. En La Banderita el 30 de mayo se firma el compromiso: no se perseguirá más a los criollos, y Peñaloza desarmará su montonera. José Hernández, el autor de Martín Fierro, cuenta la entrega de los prisioneros tomados por el Chacho: “Ustedes dirán si los he tratado bien –pregunta éste– ¡Viva el general Peñaloza! fue la respuesta. Después el riojano pregunto: ‘¿Y bien? ¿Dónde está la gente que ustedes me apresaron? ¿Por qué no responden? ¡Qué! ¿Será verdad lo que se ha dicho? ¿Será verdad que los han matado a todos?’ Los jefes de Mitre se mantenían en silencio, humillados. Los prisioneros habían sido fusilados sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; sus mujeres habían sido arrebatadas por los vencedores”. (Vida del Chacho, pág. 176).

LA LEY MARCIAL

Todo es mentira en los libertadores. No habrá paz. Al Chacho lo han engañado valiéndose de su buena fe de caballero y de criollo. Apenas se licencia el ejército federal, que Sarmiento -ahora gobernador de San Juan y director de la guerra– incita a Mitre a no cumplir el compromiso: “Sandes está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla seguir en esta emergencia? Si va, déjelo ir. Si mata gente, cállese la boca”.

Recomienza la persecución de la gente. “Quiero hacer en La Rioja una guerra de policía –escribe Mitre a Sarmiento–. Declarando ladrones a los montoneros sin hacerles el honor de considerarlos partidarios políticos ni elevar sus depredaciones al rango de reacciones, lo que hay que hacer es muy sencillo.” (Domingo F. Sarmiento, Obras Completas, XIX, pág. 292). No dice lo que es sencillo, porque hay cosas que Mitre no escribe y debe ser entendido a medias palabras. Pero Sarmiento, que tiene otra pasta, reúne a los jefes militares, les lee instrucciones de Mitre y acota: “Está establecido en este documento la guerra a muerte. Es permitido quitarles la vida donde se los encuentre”.

Con todo hay en Mitre y Sarmiento un homenaje al derecho. Mitre debe dictar una cátedra para decir que debe aplicarse a la gente del Chacho la guerra de policía, Sarmiento debe aclararla que es “a muerte”, que Sandes y los suyos no tengan escrúpulos. Un siglo más tarde, la ley marcial se aplicará en la Argentina –sin retorcerla, ni interpretarla, ni valerse de subterfugio alguno– a todo prisionero vencido, aún a quienes se entregan voluntariamente, aún a los tomados antes de iniciarse las operaciones. Pero no estoy escribiendo sobre años tan estúpidamente crueles, de retroceso moral tan manifiesto, sino sobre cosas ocurridos hace un siglo cuando Sarmiento y Mitre –algo distintos a sus sucesores de 1956– debían explicar con razonamientos especiosos, pero razonamientos al fin, por qué aplicaban la ley marcial a los adversarios.

Tiempos que Chacho con su generosidad criolla temía que llegaran si los libertadores de 1861-62 encontraban quiénes los tomaran como modelo. “¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitarán tan pernicioso ejemplo?”. ¿Imitarán?

La batalla de Cepeda

Jerónimo Costa, se levanta contra Buenos Aires en noviembre de 1854, y para hallar soluciones pacíficas Urquiza designó a José María Cullen y a Daniel Gowland, representantes suyos ante el gobernador Pastor Obligado. La provincia disidente nombró con igual carácter a Ireneo Portela. De esta manera surgió el convenio del 20 de diciembre (1854).

Finalmente la situación se hizo tiante, hubo desacuerdo, los pactos fueron denunciados, el recurso de las armas era la única salida posible, a pesar de que Urquiza no desistió de hallar una salida por vía pacífica. Como última solución el Congreso de la Confederación autorizó a Urquiza a resolver por la paz o la guerra la situación del Estado disidente.

Mientras se hacían los aprestos para la guerra, unidades de la escuadra porteña vigilaban el río Paraná para evitar en lo posible el paso de las fuerzas entrerrianas. La escuadra de la Confederación se hallaba por entonces en Montevideo armando algunos de sus buques. Hasta mediados de 1859 la flotilla de Buenos Aires predominó en los ríos. El Guardia Nacional recorría el Uruguay, el General Pintos y el Buenos Aires se hallaban frente al Paraná al mando del almirante Murature para impedir el paso de fuerzas de la Confederación, que había ordenado a su escuadra que avanzase desde Montevideo, forzando el paso de Martín García.

El 7 de julio por la mañana la tripulación del General Pintos se sublevó al grito de “¡Viva la Confederación Argentina!”. A bordo de la nave se encontraba el comandante del Buenos Aires, Alejandro Murature, quien quiso contener a los amotinados pero murió en la lucha; su padre, el almirante, también fue herido. Así Urquiza pudo pasar tranquilamente su flota a la ribera de Santa Fe. Urquiza albergó en su casa a Murature y ordenó se celebrase las exequias del hijo muerto.

Mientras en ambos sectores se intensificaban los preparativos para la guerra, intervino como mediador el ministro de los Estados Unidos, Mr. Benjamín Yancey, que ofreció al general Urquiza sus buenos oficios a fin de evitar el derramamiento de sangre. Al comienzo Alsina dudaba de la buena disposición del presidente y no quiso pactar ningún armisticio previo como pedía el ministro mediador norteamericano. Después de varias conferencias los comisionados del gobierno de Buenos Aires: Mármol y Vélez Sársfield, propusieron como condición ineludible el retiro de Urquiza, entre otras cosas. Ante esta actitud Mr. Yancey dio por terminada su intervención amistosa.

En el ínterin otro hecho contribuyó a aumentar la tensión: San Juan había sido intervenida en 1857 a consecuencia de un motín que derrocó a las autoridades constituidas; se designó a Nicanor Molinas, que regresaba de cumplir igual misión en La Rioja. El gobierno de Gómez Rufino, primer gobernador constitucional de la provincia, temeroso del caudillo sanjuanino Nazario Benavídez, a cargo de la circunscripción militar, lo redujo a prisión el 19 de septiembre de 1858, lo encerró en un calabozo, y pese a su edad avanzada, le puso una barra de grillos de arroba.

El vicepresidente que estaba a cargo del Poder Ejecutivo, Salvador María del Carril, en decreto refrendado por Derqui, designó una comisión para poner en libertad al detenido. Antes de la llegada de los comisionados, Benavídez fue asesinado en el calabozo el 23 de octubre. Se pensó que este asesinato había sido realizado por sugerencia de los porteños.

La provincia fue intervenida y el Congreso Federal votó en abril de 1859 una ley que encomendaba a Urquiza la reincorporación de Buenos Aires. En los preliminares de la batalla Urquiza tenía una escuadra compuesta de 9 buques con 68 cañones y ese poderío, unido a las fortificaciones y baterías de Rosario y Paraná, le dio poder beligerante en el río que antes era dominado por la escuadra porteña. Además Urquiza contaba con el apoyo de 13 provincias.

En Buenos Aires se debía articular un ejército que permitiera medirse con los efectivos que Urquiza iba a atacar. Desde junio de 1859, Mitre hizo proezas para organizar e instruir las tropas novicias y reunir caballadas, que no abundaban en la región del norte de la provincia a causa de una prolongada sequía. Tampoco abundaba la alimentación para los hombres y debía llevarse desde regiones distantes o después de largas marchas desde la capital o por el río.

Mitre instaló en San Nicolás, cerca de la línea del Arroyo del Medio, una base natural de defensa contra la probable invasión; además el puerto le permitía desembarcar hombres, material de guerra y equipo para sus tropas enviados desde la capital. Mitre disponía de 9.000 hombres, de los cuales 4.700 eran de infantería, 4.000 de caballería, con 24 piezas de artillería.

Urquiza tenía un ejército de 14.000 hombres; 10.000 eran de caballería, 3.000 de infantería, con 35 piezas de artillería, y acampaba al norte del arroyo Pavón. Mitre ocupó la Horqueta de la Cañada o arroyo de Cepeda.

Los ejércitos de la Confederación y el de Buenos Aires libraron el 23 de octubre de 1859 la batalla en Cepeda. Las tropas de Buenos Aires estaban al mando del coronel Rivas, el comandante Adolfo Alsina, Morales, Rivera, Emilio Mitre, Conesa, Lézica y Díaz de Arredondo; la artillería la dirigía el coronel Nazar; la caballería tenía al frente los coroneles Hornos y Flores. La batalla comenzó en la madrugada del 23 y duró todo el día. Cepeda no fue una batalla de aniquilamiento, aunque del ejercito de Buenos Aires sólo se salvaron unos 2.000 hombres de infantería pero fue una derrota en regla para los porteños.

Al día siguiente de la batalla de Cepeda, Urquiza lanzó una proclama al pueblo de Buenos Aires. Los coroneles Lagos, Laprida, Lamela y otros fueron adelantados con las divisiones ligeras para contener los saqueos de los dispersos e incorporarlos al ejército, invitando a las poblaciones a pronunciarse por la causa de la Confederación. Desde su cuartel en marcha sobre Luján, Urquiza dictó un decreto de amnistía e indulto general. El 3 de noviembre las avanzadas de su ejército llegaron hasta Flores. Cuatro días después Urquiza acampó con el grueso de sus tropas, alrededor de 20.000 hombres; poco antes habían llegado por el río los salvados de Cepeda.

En el curso de las guerras civiles no se había reunido un ejército tan numeroso.

Buenos Aires fue sitiada por segunda vez.

Antes del combate terrestre hubo una acción naval en Martín García, en la que la escuadra de la Confederación, al mando del almirante Mariano Cordero, forzó el paso pese a la acción combinada de las baterías terrestres y naves porteñas, el 14 de octubre.

El hijo del presidente paraguayo Carlos López, Francisco Solano López, estaba en Buenos Aires esperando la respuesta a sus gestiones para lograr un armisticio y discutir propuestas de paz. El 27 de octubre, recibió una notificación del gobierno de Buenos Aires según la a cual se le reconocía los servicios y el empeño que había puesto en el éxito de la mediación y se le facilitó los medios para que se pusiera en comunicación con el jefe de la Confederación. Fue así como puso en conocimiento de Urquiza que el gobierno de Buenos Aires estaba dispuesto a enviar comisionados para tratar la paz. Desde el cuartel general en marcha sobre Luján, Urquiza hizo saber a Solano López que recibiría comisionados. El 2 de noviembre fueron nombrados por el gobierno de Buenos Aires comisionados Juan Bautista Peña, Carlos Tejedor y Antonio Cruz Obligado. Por parte del presidente de la Confederación fueron designados los generales Tomás Guido y Juan Pedernera y el diputado Daniel Aráoz. La primera conferencia se llevó a cabo en la chacra de Monte Caseros. Estas negociaciones se vieron interrumpidas por no llegarse a un acuerdo a las exigencias entre ambos sectores.

La conferencia se reanudó el 9 de noviembre. Ambas partes flexibilizaron sus posiciones. Buenos Aires aceptó la integración con el resto del país, la renuncia de Alsina, y la vigencia, previo análisis de la Constitución Nacional. Además, y hasta tanto se aplicara la nueva ley de Aduanas, haría un adelanto de divisas al país.

La mayor disposición de Urquiza permitió finalmente llegar a un acuerdo, firmándose el 11 de noviembre de 1859 el pacto de Unión Nacional, conocido también como Pacto de San José de Flores.

Buenos Aires ingresó a la Confederación en un pie de igualdad con el resto de las provincias. Comenzaba finalmente la esperada tarea común de la organización nacional.

Una convención porteña reunida en enero de 1860 examinó la Constitución de 1853 y le introdujo algunos cambios.

La Convención Nacional, reunida en Santa Fe el 23 de septiembre de 1860, aceptó la mayor parte de las enmiendas.

La batalla de caseros

El 3 de febrero de 1852 las tropas dirigidas por Urquiza derrotaron en las afueras de Buenos Aires al ejército comandado por Juan Manuel de Rosas. La batalla no duró más de seis horas y, tal vez exagerando un poco, los observadores dijeron que más que un enfrentamiento fue un trámite.


Más o menos a las tres de la tarde Rosas se retiró del campo de batalla herido en una mano. En un paraje cercano escribió su renuncia al cargo de gobernador y luego, montado en su yegua Victoria (nombre puesto en homenaje a la reina) se refugió en la casa de Robert Gore, el encargado de negocios británicos en Buenos Aires.

Horas después, vestido de marinerito y acompañado por su hija Manuelita, se subió al barco inglés que lo habría de trasladar a Inglaterra. Como dato sintomático de las relaciones carnales de Rosas con los ingleses cabe consignar que allí fue recibido con una salva de cañones, honor merecido, según el Parlamento británico, a quien defendió con celo los intereses de la corona.

Rosas vivió modestamente en el exilio hasta su muerte en 1878. No corrieron el mismo destino sus principales colaboradores y el núcleo de terratenientes que se enriquecieron a su lado. La correspondencia de Rosas con algunos de ellos reprochándoles su traición y cobrándoles cuentas atrasadas, revela el carácter miserable y promiscuo de esa relación y pone en evidencia que no exageró demasiado el ensayista que dijo de Juan Manuel que, en lo fundamental, no fue otra cosa que el mayordomo de los Anchorena.

La batalla de Caseros fue la culminación del proceso iniciado con el célebre Pronunciamiento de Urquiza el 1º de mayo de 1851. Nueve meses demoró el caudillo entrerriano en llegar a Buenos Aires y derrotar al dictador. De todos modos, el que se acomodó en el despacho de Rosas en Palermo y firmó el parte de victoria no fue Urquiza sino Sarmiento, modesto boletinero del Ejército Grande. Un cuarto de siglo después Sarmiento recordaría en el parlamento su hazaña literaria y diría su célebre frase. “Todos los caudillos llevan mi marca”.

Cuando Urquiza se levantó contra Rosas, en Buenos Aires abundaron las manifestaciones de servilismo y obsecuencia a favor del Restaurador. Las jornadas del 24 y 25 de mayo y las fiestas del 9 de julio fueron tan ruidosas como patéticas. Cuando el carruaje de Manuelita se retiraba del Teatro Argentino, un grupo de incondicionales desenganchó los caballos y empezó a empujar el vehículo a pulso. Entre esos obedientes percherones se encontraban los hermanos Lorenzo y Enrique Torres, Pastor Obligado, Rufino Elizalde y Santiago Calzadilla. Los nombres merecen recordarse porque se trataba de caracterizados propietarios y beneficiarios del régimen y, sobre todo, porque un año más tarde se manifestarían como abnegados y leales militantes de la causa mitrista.

Los sacerdotes tampoco se privaron de exhibir su obsecuencia. Dos de ellos hablaron en la Legislatura porteña y prometieron atravesar con el facón a Urquiza. No conformes con ello, dijeron que estaban dispuestos a entregar su vida por el Restaurador como Jesús la había entregado para salvar al mundo del pecado. Por supuesto ninguno de ellos cumplió con su palabra y después de Caseros siguieron predicando sus sermones, pero esa vez el ángel salvador no sería Juan Manuel sino Mitre.

Cuando el 8 de octubre se festejase oficialmente la declaración de guerra contra Brasil, los actos de obsecuencia crecerían en proporción a las promesas de venganza contra los salvajes unitarios y los macacos brasileños. A fines de octubre Manuelita sería objeto de otra manifestación de adhesión colectiva, y el pintor Prilidiano Pueyrredón la retratará sobria y digna con un fondo de cortinados punzó.

Un mes más tarde los exaltados empezaron a poner límites a su entusiasmo. Cuando llegó la noticia de que el Ejército Grande avanzaba sobre Buenos Aires, los más prudentes se trasladaron a las quintas, bajaron las persianas de sus casas y cerraron los balcones. Un sugestivo silencio se instaló sobre la ciudad antes alborotada. Mansilla, el héroe de la Vuelta de Obligado, pidió licencia por enfermedad; el general Angel Pacheco no se quiso hacer cargo de las tropas. Finalmente el propio Juan Manuel decidió dirigirlas, un hombre que había demostrado un inusual talento para la acción política pero carecía de condiciones militares.

La derrota de Rosas en Caseros era previsible, tan previsible que más de un historiador consideró que la batalla fue innecesaria. A medida que el Ejército Grande avanzaba, el régimen se paralizaba. No era para menos. En pocas semanas dos puntales de su poderío militar -el ejército de Urquiza y el de Oribe- se habían pasado al enemigo.

En Santos Lugares, la moral de las tropas estaba a ras del pasto. Veinte años de dictadura habían desmovilizado a la población y apaciguado a las tropas. El rosismo se caía por su propio peso. Para 1852 era un anacronismo, porque el país y el mundo habían cambiado y lo único que persistía como si nada hubiera pasado era el régimen.

Urquiza se rebeló en mayo de 1851, pero los entendidos aseguran que ya para 1846, es decir cinco años antes, Urquiza hacia su propio juego y en ese juego no tenían lugar los intereses del rosismo. En cartas íntimas Rosas calificaba a Urquiza de traidor y salvaje por haber firmado un tratado secreto con los hermanos Madariaga, sinuosos caudillos correntinos.

Desde el punto de vista estructural, los intereses que representaba Urquiza tarde o temprano chocarían con el rosismo. Eso era inevitable y, de alguna manera, necesario. Cuando Echeverría decidió dedicarle su libro a Urquiza fue porque sabía que a la dictadura no la iban a derrocar los poetas del exilio sino un caudillo. Algo parecido pensaban los Varela y, de alguna manera, lo insinuaban Sarmiento y Alberdi.

El caudillo llamado a la tarea liberadora sería Urquiza, hombre fuerte del rosismo durante años, degollador de prisioneros en India Muerta y Vences, el principal estanciero de su provincia, pero además el hombre cuyos intereses económicos estaban en franca contradicción con la política porteña. En definitiva al caudillo de Buenos Aires sólo lo podría derrotar un caudillo que reuniera el mismo poder económico y recurriera a métodos parecidos. Ese caudillo en 1852 era Urquiza. Quince años antes podría haber sido Estanislao López, pero esta es una especulación, no una certeza histórica.

En realidad, el litoral siempre fue un nudo conflictivo. Provincias como Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos nunca se sometieron con docilidad a los imperativos del rosismo. Por otra parte, los conflictos que allí se promovían, fatalmente se extendían a la Banda Oriental, comprometían los intereses de los comerciantes franceses e ingleses y exacerbaban los recelos de la diplomacia brasileña.

Curiosamente, en el momento en que Rosas adquiere mayor prestigio, es decir luego de firmar los acuerdos de paz con los ingleses y franceses y de imponerle sus condiciones, comenzó la cuenta regresiva de su poder. Los bloqueos habían estimulado el desarrollo de las economías del litoral. Cuando Rosas intentó ponerle límites ya era demasiado tarde.

El comercio por el río Uruguay, la incorporación de nuevas tecnologías, el desarrollo de la industria lanar y el cansancio de las clases propietarias con una política que en nombre de la paz reproducía permanentemente los conflictos, crearon las condiciones que pusieron punto final a la dictadura.

Urquiza demoró en dar a conocer su pronunciamiento, pero cuando lo hizo no perdió el tiempo. Primero los acuerdos con los uruguayos y la pacificación forzosa de ese territorio. Luego, el acuerdo con Brasil movilizado gracias a la torpeza de Rosas quien, contradiciendo las sugerencias de Guido, no tuvo mejor idea que declararle la guerra cuando eso era lo que estaba esperando la sagaz diplomacia brasileña. Cuando a fines de diciembre el Ejército Grande cruzó el río e ingresó en territorio argentino, las horas de la dictadura estaban contadas.

La coalición política armada por el caudillo de Entre Ríos era heterogénea pero eficaz. Allí estaban los ganaderos del litoral, los exiliados de la generación del 37, las principales espadas del unitarismo y los caudillos federales, empezando por el propio Urquiza, que en todo momento les recordaba a sus aliados su identidad política a través del uso de la divisa punzó en la solapa de su uniforme.

En este conflicto los intereses se superponían, pero desde una perspectiva amplia muy bien podría decirse que Caseros fue la victoria de las provincias del litoral y el interior contra el poder de Buenos Aires liderado por Rosas. Con las diferencias del caso, algo parecido había ocurrido en 1820 cuando las caudillos del litoral ocuparon la ciudad, y algo parecido ocurriría en 1880 cuando el poder del flamante Estado nacional derrotara por última vez la resistencia porteña.

Por cierto que estas hipótesis merecen ser matizadas y sometidas a interpretaciones más complejas, pero no dejan de ser un buen punto de partida -o un buen punto de llegada- para entender aquellas jornadas que, en el futuro, caudillos federales como Varela, Peñaloza, López Jordán y el propio Hernández habrían de reivindicar como el acontecimiento más trascendente del federalismo argentino.